Las Emociones y las Decisiones
Aunque nos equivoquemos no podemos evitar tener que decidirnos cada día por las múltiples diferentes opciones que se nos presentan en esta vida, sea cual sea nuestro estado de ánimo.
Desde las cosas más insignificantes: qué como, qué me pongo, voy o no voy, lo hago o no lo hago; hasta las más difíciles: me caso, me divorcio, me separo, no me caso, esta carrera o la otra, este trabajo o el otro, etc.
¿Cuáles son las emociones que influyen en nuestras decisiones? En general todas.
Si estamos ansiosos comemos de más para gratificarnos con la comida y aunque no tengamos hambre. Y si estamos deprimidos descuidamos nuestra apariencia y nos ponemos cualquier cosa que encontramos.
Para tomar una decisión correcta la ciencia nos dice que en el momento de elegir es mejor no dejarse llevar únicamente por las emociones y que además es necesario reflexionar racionalmente.
Experimentos realizados en la Universidad de California, Los Angeles, sobre esta cuestión, comprueban que la ira, influye en las decisiones. En el juego de apuestas, los jugadores se arriesgan mucho más cuando están furiosos.
Investigaciones realizadas en Chicago descubrieron una relación entre el estado de ánimo depresivo y la toma de decisión. Los resultados revelaron que la gente triste es más realista, se toma más tiempo para decidir y termina tomando mejores decisiones.
¿Qué es lo que hace que nunca tomemos la decisión de vaciar nuestros guardarropas de cosas inútiles?. Es la pérdida económica implícita la que genera el sentimiento de culpa que supera nuestros propios deseos.
Cuanto más gastamos más aferrados nos hacen sentir los objetos aunque nos resulten inservibles. Nos relacionamos emocionalmente con ellos como si fueran seres vivientes con quienes hemos asumido un compromiso al adquirirlos.
Podemos llegar a querer a algunas prendas más que a nuestra comodidad y necesidad, porque en realidad nos están molestando, quitando espacio o impidiéndonos renovarlas por otras más modernas o más prácticas.
A veces tenemos que aceptar que no todas las inversiones que hacemos se logran amortizar adecuadamente; y hay que aprender a perdonar esos impulsos arcaicos que influyeron para que realizáramos esa compra no siempre tan justificada y frecuentemente motivada por un deseo de gratificación inmediata.
¿Cuántas veces decidimos comprarnos algo para calmar nuestro sentimiento de frustración por otro motivo?
Pocos piensan en el futuro cuando toman una decisión, porque la mayoría actúa impulsivamente frente a una necesidad presente, favorecida generalmente más por estímulos externos que por motivos internos.
El miedo tampoco nos deja elegir y nos mantiene en la indecisión, y evaluar las consecuencias no siempre resulta conveniente porque se suele exagerar con las previsiones, ya que sabemos que es muy difícil controlar todas las variables que intervienen para que ocurra un hecho.
Las experiencias ajenas nos pueden ayudar con nuestras elecciones, a no dejarnos llevar por las emociones y a aprender a ser más decididos, porque podemos ver cómo la gente se adapta a las consecuencias de sus errores.
Hay gente que recién frente a una gran pérdida se atreve a realizar lo que nunca hicieron y que jamás habrían hecho si no hubiesen sufrido esa experiencia. Como si los errores fueran el camino doloroso que eligen algunos para la realización personal.
Pero a veces, las decisiones impulsivas son necesarias, principalmente en momentos que exigen actuar de inmediato.
En estas experiencias, donde está en juego la supervivencia, actuar instintivamente puede significar la salvación; como si la naturaleza nos estuviera guiando a hacer lo mejor.
Todos tenemos la oportunidad de elegir libremente desde nuestras condiciones pero también tenemos el derecho de renunciar a hacerlo cuando nos sentimos abatidos y dejar que los demás elijan por nosotros porque es más cómodo, pero también en este caso tenemos que elegir al consejero.
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