Cuento: Enojar al gaucho manso


Érase una vez un gaucho llamado Zoilo. A diferencia de lo que se cree de los gauchos, el disfrutaba en demasía de la vida en familia y de realizar las faenas diarias. Claro está que encontraba el máximo placer en la pulpería donde se deleitaba con unas potentes cañas. Amaba los caballos y jamás se quitaba sus espuelas, hasta en los momentos en que la vida lo azotaba con hambre y falta de ropa el las usaba sobre sus pies descalzos.


Su china era considerada una de las más bellas del lugar. Muchos de sus pares la codiciaban, esa era la única razón por la que Zoilo se creía capaz de desenfundar su facón de manera repentina. Y si era un negro el que le echaba el ojo a su adorada Zulema, peor.

La mayoría de las mujeres de sus compadres nunca habían recuperado la silueta luego de los partos, pero su Zulema permanecía tan bella como el día en que se conocieron, con esa cintura de avispa y ese pelo negro y largo. Todas tenían las manos astilladas de tanto trabajar la tierra, pero su china se las cuidaba con la sobra de la leche que tomaba la familia del patrón y eso se las dejaba suaves y dignas de acariciar.

El día que le dijeron que debería partir a la frontera para batallar por su tierra, Zoilo pensó que a quien más extrañaría sería a su mujer. Pero, luego de servir en la divisoria se convertiría en un gaucho admirado por lo valiente y con el dinero que le pagarían por luchar podría mantener a su familia en mejores condiciones. Zulema lloró desconsoladamente el día que su amado marido partió, mas nunca se quedo con los brazos cruzados. Le pidió al patrón que le diera la cantidad de faenas posibles para que una mujer realizara. A ella no le quitarían su pequeño rancho y sus hijos continuarían comiendo aún sin padre.

En la frontera éste gaucho no la pasó bien. Los sargentos los trataban como ganado, casi nunca eran alimentados y jamás vieron uno de esos sueldos prometidos. Para peor, los indios luchaban como los dioses, por ende las bajas de gauchos eran muchas. Zoilo no estaba muy entrenado en peleas pero cada vez que se enfrentaba a uno de estos indios se imaginaba que éste le había robado su china y ahí, siempre terminaba vencedor.

Luego de un año, Zoilo estaba flaco, pobre y vestía harapos. Por otro lado, estaba cansado de ser estaqueado por mala conducta. El se comportaba bien pero sentía que cada vez que los superiores estaban aburridos buscaban a un gaucho para divertirse a los azotes. Siempre caía por ser el más tranquilo.

Al pasar otro año, este gaucho continuaba siendo sereno pero ya estaba curtido por las batallas y el hambre. Cada día a la hora que el sol se asomaba pensaba en volver a su rancho. Sabía que ser desertor era considerado el peor de los pecados, pero ésta rutina de guerra iba a terminar matándolo.

Más allá de su propia ruina, pensaba en su familia. Quizás estarían pasando tanto hambre como él. Su mujer no podría tolerar esa clase de vida quien sabe cuantos años más sin enfermar y los pequeños menos aun, considerando que no habían quebrantado ya, lo cual podía ser posible también.

Era de madrugada, Zoilo tomó su facón y partió a su hogar a escondidas. Su honor de hombre se vería lastimado por lo que estaba haciendo y sus conocidos lo tomarían como un cobarde y traidor, pero necesitaba volver a su lugar, con su familia como corresponde. En un día y medio o dos, estaría en su rancho junto a Zulema y los niños.

Un día su mujer estaba arreglando la quinta del patrón cuando desde lejos Zoilo que iba llegando a su tierra, vio que un mulato la observaba escondido. De un instante para otro este gaucho manso se convirtió en uno matrero mientras apretaba su faca con fuerza. Sus pesadillas se estaban cumpliendo, otros hombres habían disfrutado de su mujer mientras el luchaba contra los indios.

El negro se acercaba a su china lentamente y Zoilo enfurecía cada vez más mientras no quitaba el ojo del hombre que arrancaba una flor e intentaba dársela a su china. De repente el gaucho no aguantó más su sangre hirviendo y se acercó precipitadamente por detrás del mulato. Al ver la cara de Zulema transformándose, el negro notó que algo pasaba en sus espaldas. Cuando se preparaba para girar en sus talones y dejar el cortejo para otro día, Zoilo le clavo el facón en la panza y esa fue la última vez que se acerco a una china ajena porque también ese fue su último minuto de vida.

La policía buscaba a Zoilo a sol y sombra. Éste gaucho no era malo, sólo había querido defender lo que era suyo. Centenares de veces explicaba que su deseo no había sido matar al feo mulato, sino asustarlo o lastimarle el brazo para que recordara siempre que una china con dueño es china prohibida. Pero a un desertor nada se le cree, apenas Zulema lo escuchaba, pero en sus ojos mostraba una gran desilusión.

Una tarde de sol Zoilo se puso a cantar solo y triste en las sobras de un ombú. Y en su recitar entonaba: “yo no he sido malo, mas la guerra me ha atrofiado. En la frontera a mi china yo deseaba con el alma, mientras otros gauchos querían disfrutarla. Juré al cielo nunca jamás volver a matar, pero ese mulato me hizo desquiciar. Mi intención era lastimarlo, jamás quise asesinarlo. Todos piensan que por ser gaucho uno no sufre ni llora, la verdad es que me siento triste ahora. Ojala pudiera volver el tiempo atrás, y en guerra no abandonar a mi mandamás. Nadie pensaría que soy un desertor, no sería un amargado cantor. Pero la vida me ha enseñado, que se sufre al no ser deseado. El gaucho siempre será considerado malo, intentar ser bueno es en vano. La cuestión es que amo a mi china y mi tierra, lo que si detesto es la guerra. El gran creador me ayudará algún día y seré merecedor de una buena vida”.

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