Síndrome de Williams


Hasta las últimas décadas del siglo pasado, el diagnóstico de este trastorno estaba basado en los síntomas: como las anomalías y las características somáticas y de la personalidad que presentaban los afectados, pero posteriormente los análisis genéticos pudieron detectarlo con exactitud.

Este raro síndrome de origen genético, que se identificó recién hace veinte años, afecta a uno de cada veinte mil neonatos y consiste en la pérdida de alrededor de veinte genes del brazo largo del cromosoma siete.

Esta pérdida de genes ocurre durante la meiosis, o sea cuando la doble hélice del ADN de los padres se divide.

Este trastorno afecta varias áreas del desarrollo, entre ellas la del crecimiento que no les permite crecer normalmente; la cognitiva, que les provoca un déficit del intelecto de leve a medio que les produce problemas de aprendizaje y dificultades con el pensamiento abstracto y con las habilidades especiales; también puede alterar el área motora y el funcionamiento cardíaco.

Investigaciones recientes muestran que en los individuos afectados por este síndrome, la amígdala, que es una pequeña zona del cerebro que se relaciona con las emociones y el temor, no se activa y no pueden reconocer las actitudes de hostilidad de otras personas, entendiendo cualquier expresión de los demás como amigable.

Quiere decir que estas personas no pueden discriminar el significado de los gestos y del lenguaje corporal de otros o del contexto, y aunque actúan con los extraños como si los conocieran, rara vez pueden hacer amistades, posiblemente por no tener reacciones predecibles.

Esta condición es fuente de frustración y tristeza para los afectados, pero para los investigadores es un ejemplo de cómo los genes influyen en la inteligencia y en la capacidad para establecer vínculos.

Los experimentos con animales permiten afirmar que un solo gen no determina una conducta sino que el que crea las estructuras y las funciones cerebrales es el conjunto del genoma individual; y una mínima diversidad puede favorecer determinadas habilidades y alterar el desarrollo de áreas del cerebro de las que dependen otras importantes funciones.

Meghan Finn, una joven norteamericana que ha llegado a ser una estrella de la música, contra las opiniones pesimistas de los médicos, tiene el síndrome de Williams.

Era un bebé que lloraba mucho en su cuna y dormía poco y que al crecer no fue capaz de comunicarse con sus padres.

Los médicos fueron determinantes, sufría de un retraso mental y pronosticaron que con el tiempo sufriría deformaciones físicas y faciales serias.

Sin embargo, su madre pudo observar, a medida que crecía, que su hija sentía una particular atracción por la música y cómo poco a poco iba revelando un precoz talento musical, que sería la compensación que la salvaría de su trastorno genético.

Meghan no lograba hacer sencillas operaciones matemáticas pero tenía gran habilidad musical y podía tocar el piano de oído.

Su físico no adquirió los temibles rasgos que vaticinaron sus médicos pero sí su aspecto muestra las características del síndrome de Williams: microcefalia, amplia frente, ojos separados, base de la nariz hundida, labios gruesos, mentón pequeño, cuello alargado y hombros caídos.

Meghan ya tiene treinta años y vive en un departamento en la residencia “Casa de Amma”, en San Juan de Capistrano, California, donde personas de su condición pueden llevar una vida independiente.

Tiene un presente próspero y un futuro promisorio, muy distinto del que le pronosticaron los médicos.

Este trastorno no es hereditario ni lo causan factores ambientales, psicosociales ni se produce como consecuencia del consumo de drogas; aún no se sabe qué es lo que lo origina.

Fuente: Investigación y Ciencia No.257, “Síndrome de Williams, Howard M. Lenhoff, Paul P. Wang, Frank Greenberg y Ursula Bellugi.

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