Cuento: Cielo - Infierno
Érase una vez un hombre que había llevado una buena vida, y cuando murió fue al cielo. Al llegar a las puertas del cielo, se encontró con un guardián que se presentó y le dio la bienvenida al otro mundo. Pero antes de llevar al hombre al otro lado de las puertas del cielo, el guardián le dijo:
- Sé que puede parecer extraño, pero puede elegir. Las personas que han llevado una buena vida en la tierra tienen la posibilidad de escoger. Algunos escogen vivir en el infierno y otros escogen vivir en el cielo. El hombre parecía extrañado y preguntó:
- ¿Por qué escogería alguien ir al infierno? No puedo imaginar qué puede tener eso de bueno para nadie.
El guardián contestó:
- Se sorprendería. Pero no tiene que decidirse ahora mismo, puede echar un vistazo a los dos sitios si quiere y decidirse después.
El hombre estuvo de acuerdo y el guardián le hizo atravesar una puerta y pasar por un largo pasillo. En cuanto hubieron traspasado la puerta, el hombre pudo oler los aromas más seductores, ricas especias y suaves aromas. Se le estaba haciendo la boca agua. Finalmente llegó a una ventana y a través de ella pudo ver hermosas mesas puestas con la comida más magnífica que pueda imaginarse. Se volvió hacia el guardián y le dijo:
- Así que esto debe ser el cielo. Nunca había visto ni olido un banquete tan maravilloso. Está más allá de nada de lo que haya experimentado.
- Bueno, no – dijo el guardián; – en realidad es el infierno.
En esos momentos el hombre vio la gente que había en la habitación. Estaban escuálidos, con la piel gris y demacrada, y duras expresiones en sus caras. No pudo darse cuenta inmediatamente de lo que pasaba. Pero entonces vio a alguien intentando comer. Los brazos de esta persona estaban rígidos y cada vez que conseguía coger algo de comida e intentaba ponérsela en la boca, no podía doblar los brazos y la comida se le caía al suelo.
- ¡Qué horror-exclamó el hombre -, tener todo ese banquete delante y no poder participar de él! Déjeme ver el cielo.
El guardián le llevó más adelante en el pasillo a un lugar de donde emanaban deliciosos aromas, pero no más atrayentes que los que había olido antes. Y cuando miró por la siguiente ventana volvió a ver un magnífico banquete. Cuando miró a la gente se sorprendió al ver que también tenían los brazos rígidos.
Pero estas personas estaban sanas. Parecían felices y contentas y no parecían en absoluto desnutridas. Algunas de ellas se acercaron a la mesa y cogieron algo de comida.
El hombre se preguntó qué pasaría cuando se les cayera al suelo al intentar doblar sus brazos rígidos y entonces vio lo que pasaba. En lugar de intentar meter la comida en sus bocas, se volvían y ponían la comida en la boca de otra persona. No importaba que no pudieran doblar los brazos: se alimentaban los unos a los otros.
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