Cuento: Moisés
Moisés descendía lentamente, aún alucinado y semiciego, por las suaves laderas del Horeb; solo en la cumbre el viento cálido había mecido sus largos cabellos, y ahora, en la falda semipelada del monte, nada parecía moverse. Alzó un brazo al rostro -un movimiento reflejo originado en un pinchazo, una punzada hirviente junto a las mejillas-. Cuando retiró la mano, estaba manchada de ceniza roja. “Es el manto arcilla de la cumbre”, se dijo. Aún quemaba. Poco a poco sus pasos recuperaron la sincronía con las órdenes de su cerebro: ya divisaba los campamentos, formados al pie de las sombreadas laderas, unos cientos de metros hacia el valle. Entonces percibió el fuerte olor a piedra calcinada, a rayo cercano; el peso de las tablas alargaba el brazo derecho, y sintió dolor en el cuello. El sol ocultándose destelló entre sus pupilas; creyó verles, identificar tal vez la imagen de la despedida. Quiso saludar, concentrando su mente, como tantas veces; no pudo conseguirlo. Se había detenido, con la mirada fija en el disco dorado que finalmente se hundió tras la línea quebrada del horizonte. Las voces de los suyos, aventadas con desgana por la plácida brisa, llegaban a sus oídos; presintió la tristeza, y la confundió con su misma oscuridad. Todo había sido derrumbado, y él era ya parte de aquellas ruinas inevitables… Sin embargo, tenía las Tablas, tenía el recuerdo… y tenía, ya próximo, el más importante de los motivos: el pueblo que le había elegido como guía… ¿o estaba ya prefijado por “ellos” su caudillaje?. Moisés sintió la incómoda, casi angustiosa intuición de haber sido objeto de manipulación, como un experimento… “De ser así, hubiera sido inevitable” -quiso tranquilizarse. En el concepto de lo ideal integraba lo preciso, el deber ser, como fundamento inexcusable. Ellos estaban cerca de El, y El es únicamente lo que Es. Este sentimiento -cuando se refería a El, transformaba el pensar en sentir, sin pretenderlo- le trajo la paz. A su alrededor las sombras iban abrazando el paisaje; se aletargaban los crecidos cauces, acunados por el arroyo aún despierto del que tomaban el agua los acampados. “Estas sombras también anidan, con más longitud que las nocturnas, y más hondo negror, en nuestros corazones”, musitó ya a la vista de las antorchas festivas… Pero, ¿qué clase de fiesta celebran?. Sin duda preparan un recibimiento especial a su jefe, a pesar de que sobradamente conocen su austeridad. Nuevamente siente el peso de la piedra, iluminada por su frente que destella, y él ahora lo ve, rodeado por la oscuridad: llevaba consigo parte de ellos, algo de su energía; por eso su rostro hierve, sus labios arden, despide su frente rayos de luz fosfórica, como un pedernal en viva fricción; une a su angustia, sin otra causa que la inmensa del desaliento, sin más honda razón que la soledad, sin otra frontera que la resistencia ilimitada de su generosidad, el miedo al fracaso; se sabe portador de una suerte de eternidad y conoce su misión de trasladarla a su pueblo. ¿Por qué él? No es mayor su orgullo que su prudencia. Está más próximo a “ellos”, pero no es su igual… Algo les diferencia incluso al margen del poder; una fuerza distinta, mental, de la que él, Moisés, participa sólo levemente… El infinito circunda sus pensamientos; han caído las estrellas sobre la noche. Moisés recuerda lo que narraban en Egipto: llora la diosa madre por la muerte del Hijo, y sus lágrimas se transformar en perlas estrelladas que alfombran los espacios celestes… Sí: allí está, plena y luciente, la diosa-astro; junto a ella, más allá de las nubes, las mil perlas estáticas, parpadeantes, inmóviles… ¿Todas?. No: perdiéndose en el inmenso caos, un punto luminoso se desplaza cada vez más lejano, hundiendo su proa inverosímil en la noche. Moisés siente un último escalofrío, y, sin parpadear, llora.
Su angustia desaparece un instante después; comprende más allá de la zozobra, y sabe por ello que ha recibido el don. La clarividencia. Volverá más tarde la amarga vanidad que genera la desesperación, siempre vencida, aun entre los estertores del máximo dolor. Más allá de toda reflexión se encuentra la luz dormida de una infinita y mágica verdad. En el constante devenir de su inquietud, podrá desdeñar la seguridad de la certeza, y su íntimo y callado ser. Moisés guía de hombres, no puede permitirse la nostalgia. Los hechos requieren la presteza de un futuro actualizado; caminar deprisa, huyendo tal vez de sí mismo, es ahora su destino… ¿cómo podría elegirlo, o, al menos, modificarlo?. Indagó en sus múltiples realizaciones, en los mil días, en los instantes inacabables… Nunca iba a emplear el albedrío para interferir en los proyectos que daban a su propia vida un sentido superior. Eso lo justificaba: no la humillada esclavitud del hombre, sino la perfecta selección del Creador. ¿A quién temer, si el todopoderoso velaba por la ejecución de sus planes?. Nada ocurriría que no estuviese escrito en su mente infinita. Ellos, sus enviados, formaban parte de ese plan. Moisés recuperaba la serenidad, aún inmerso en el cendal de confusas reflexiones; allí estaba, encajada, en sus cimientos, la piedra angular del edificio; sin embargo, ¿a qué altura y con qué estabilidad se alzaba éste?. No le era dado imaginar que no existiera. “El edificio es más perfecto y sólido que las Pirámides del Faraón; sus columnas sostienen la altura del Firmamento y todos los mares pueden caber en un hueco de sus muros; nuestro edificio es Yahvé Dios”.
Entonces Moisés vio, por vez primera, al dorado y rijoso toro.
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